Paloma Alonso (1956-1977) in memoriam / Nerio Tello
13:30
A Paloma Alonso, in memoriam
UNA PALOMA EN LA JAULA
DEL RECUERDO
Paloma Alonso, hija del pintor Carlos Alonso, desapareció el 30 de junio de 1977. Había cumplido 21 años cinco días antes.
Nerio Tello
Esta es una historia real, como
todas las que acostumbro a escribir. Pero en esta historia, antigua casi, estoy
involucrado. Por lo tanto, me permitiré la transgresión de la primera persona.
Porque no puede narrarlo sino desde mi subjetividad, desde la borrosa memoria,
desde cierto dolor, desde sentimientos encontrados.
Hace no mucho, caminando por la
calle Defensa, en el corazón de San Telmo, descubrí una baldosa, en el piso, de
esas que recuerdan la casa de algún desaparecido. El lugar donde vivió o donde
fue arrastrado hacia una nada, hacia ese no ser, que nos sigue interpelando.
En esa plaqueta dice “Aquí vivió
Paloma Alonso (1956-1977).
Y ahí fue cuando se me disparó la
memoria. A principios del 76 me vine a vivir a Buenos Aires. En Mendoza, una
ciudad chica, el clima era irrespirable. La gran ciudad ofrecía un “saludable”
anonimato. En esos años, persistíamos en la militancia. En el invierno de ese
año (ya con la “junta” sobre nuestras cabezas), el grupo en el que estaba
inserto me propuso ir a una “reunión secreta” en un lugar impreciso. Queríamos entrevistarnos
con unos marineros cubanos que estaban por unos pocos días anclados en el
puerto de Buenos Aires. Allá fuimos, éramos cuatro, quizás cinco. Seguro estaba
nuestro líder, “Cacho” (solo conocíamos los “nombres de guerra”, por las
dudas). Había otro más, a quien no recuerdo, y “Marcos”. “Marcos” era en
realidad Juan Pablo Gomila, y era mi amigo de Mendoza, el que me introdujo en
ese nuevo grupo apenas llegue a Buenos Aires. A “Marcos” lo conocíamos por Tito
en el barrio, y siempre será Tito, desde su silencio que me sigue interpelando.
La orden era “tabicarse”, es
decir, no mirar el recorrido, para no reconocerlo y eventualmente “delatarlo”.
Las cosas eran así. Cualquiera podía aflojar, por eso era mejor no saber. Yo
bromeaba porque estaba naturalmente “tabicado” ya que no conocía Buenos Aires.
Tomamos un colectivo desde Once, o algo así. Viajamos un rato, bajamos y
caminamos unas ocho o diez cuadras por una ciudad lluviosa y desconocida. Por
eso me sorprendió, mas de treinta años después, descubrir esa baldosa con el
nombre de Paloma.
Llegamos a una puerta, Cacho tocó
el portero. Alguien respondió. Se abrió la puerta y pasamos. Fuimos hasta un
departamento, ya ni recuerdo el piso. Una muchacha nos abrió la puerta, saludó
a Cacho y nos franqueó la entrada. Había cuatro o cinco personas más, los
cubanos no habían llegado. Había vino y algunas gaseosas, se armaron grupitos
que hablaban quedamente. No era cuestión de llamar la atención. Mientras
sosteníamos la espera me detuve a mirar el departamento, creo que era amplio,
pero me llamaron la atención los cuadros en la pared. No si había muchos, pero
más de dos seguro.
Me acerqué a uno que reflejaba la imagen de una muchacha. Era una joven muy hermosa, con los cabellos ensortijados que se abrían como una promesa. Había poca luz, sin embargo me llamaron la atención los trazos, me acerque a mirar a pocos centímetros y me di cuenta de que era un original. Cuando vuelvo a alejarme un poco veo que dice “A Paloma” –¿o acaso lo imaginé?- y debajo una firma reconocible, eso sí: Carlos Alonso. Estaba metido en esa perplejidad cuando se acerca la muchacha que nos había abierto la puerta. Era joven y hermosa, y con un cabello ensortijado que en esa oscuridad resplandeciente la semejaba a una aparición de Botticelli, pero no melancólica, sino alegre. Me preguntó si me gustaba o algo así. Le dije con sorpresa “pero es un Alonso original” y en ese momento reparo en que la Paloma del cuadro era la misma muchacha que me sonreía.
Era Paloma Alonso, y eso me conmovió. En esos años no sabía que Alonso tenía hijos. Solo sabía que era un artista muy conocido y querido en Mendoza, y recuerdo que alguna vez lo vi sentado en un bar en la galería Piazza, al lado del Diario Los Andes. Allí solía sentarme –tímidamente- a compartir la mesa de los mayores. Actores, periodistas, y la fauna pictórica: el tano Embrioni, el loco Arnold, Pardito, Fornés, Fernando Alonso, Sobisch… y otros cuyos nombres se me desdibujan. “¿Lo conocés a mi papá?” preguntó Paloma y yo le dije, si, lo he visto, lo he tenido a un paso, lo escuché reflexionar sobre arte, pero nunca me animé ni a saludarlo.
Me acerqué a uno que reflejaba la imagen de una muchacha. Era una joven muy hermosa, con los cabellos ensortijados que se abrían como una promesa. Había poca luz, sin embargo me llamaron la atención los trazos, me acerque a mirar a pocos centímetros y me di cuenta de que era un original. Cuando vuelvo a alejarme un poco veo que dice “A Paloma” –¿o acaso lo imaginé?- y debajo una firma reconocible, eso sí: Carlos Alonso. Estaba metido en esa perplejidad cuando se acerca la muchacha que nos había abierto la puerta. Era joven y hermosa, y con un cabello ensortijado que en esa oscuridad resplandeciente la semejaba a una aparición de Botticelli, pero no melancólica, sino alegre. Me preguntó si me gustaba o algo así. Le dije con sorpresa “pero es un Alonso original” y en ese momento reparo en que la Paloma del cuadro era la misma muchacha que me sonreía.
Era Paloma Alonso, y eso me conmovió. En esos años no sabía que Alonso tenía hijos. Solo sabía que era un artista muy conocido y querido en Mendoza, y recuerdo que alguna vez lo vi sentado en un bar en la galería Piazza, al lado del Diario Los Andes. Allí solía sentarme –tímidamente- a compartir la mesa de los mayores. Actores, periodistas, y la fauna pictórica: el tano Embrioni, el loco Arnold, Pardito, Fornés, Fernando Alonso, Sobisch… y otros cuyos nombres se me desdibujan. “¿Lo conocés a mi papá?” preguntó Paloma y yo le dije, si, lo he visto, lo he tenido a un paso, lo escuché reflexionar sobre arte, pero nunca me animé ni a saludarlo.
Cacho interrumpió la charla. La
chica Botticelli se alejó. Cacho parecía molesto. Luego pensé que el haber identificado
al morador transgredía el tabicamiento, y con eso no se jodía. Luego, me dijo
“Marcos” que Cacho tenía alguna relación con Paloma o al menos le gustaba, o
eso sospechaba. Puede ser que haya imaginado esta conversación también. Cacho
era sumamente tímido con las mujeres, lo supe luego. Años después pensé en cuánta
ingenuidad de nuestra parte. Pensé en la pobre Paloma albergando a diez o doce
desconocidos. A cuantos habrá recibido luego, con esa generosidad e inocencia
propia de la edad. Éramos tan jóvenes, tan bellos y tan desprotegidos. Paloma
desapareció el 30 de junio de 1977; tenía entonces –lo supe después- 21 años;
los había cumplido cinco días antes. Algunos archivos dicen 23. Yo tenía 25.
En esos días, por lo que leí,
debía de haber en el mismo departamento un cuadro de El Che con la bandera
argentina de fondo, que también había pintado Carlos Alonso y que Paloma tenía
en custodia. Yo no lo vi, no reparé en él al menos, o no estaba en ese ámbito,
el comedor. Ahora, tantos años más tarde, Mercedes, la hermana de Paloma, una
maravillosa actriz que reconstruyó fragmentos de la vida de su hermana, me
confirma que el cuadro del Che nunca estuvo en la casa de Paloma.
La chica Botticelli, Paloma, desapareció y no me enteré hasta muchos años después. Un mes antes, el 24 de mayo de 1977, había desaparecido “Marcos”: mi amigo Tito, compañero de correrías. Estaba con su mujer, la adorable Turca, hacía varios días que no nos veíamos. Tito tenía 26 años, la Turca 22 o 23. Ambos me interpelan con su silencio. Tras este episodio, Cacho me advirtió de la situación y me dijo que había que escapar. Él pudo salir al exilio; y yo quedé por aquí, tabicado, preguntándome si había futuro.
La chica Botticelli, Paloma, desapareció y no me enteré hasta muchos años después. Un mes antes, el 24 de mayo de 1977, había desaparecido “Marcos”: mi amigo Tito, compañero de correrías. Estaba con su mujer, la adorable Turca, hacía varios días que no nos veíamos. Tito tenía 26 años, la Turca 22 o 23. Ambos me interpelan con su silencio. Tras este episodio, Cacho me advirtió de la situación y me dijo que había que escapar. Él pudo salir al exilio; y yo quedé por aquí, tabicado, preguntándome si había futuro.
Pasaron más de 30 años y nunca
pude escribir sobre el tema hasta hoy. Ahora, mientras escribo, me pregunto qué
de todo esto es verdad y qué es imaginación. Si existió realmente ese cuadro,
si Paloma se acercó sonriendo, si retuve la imagen de su limpia sonrisa y su
cabellera generosa, o si solo la imaginé (Mercedes, hoy, me confirma alguna de
estas cosas y eso me tranquiliza a veces, y otras me inquieta). De ese
encuentro no hay testigos, y si los hay, no los conocí, no los encontraré. A
veces la memoria es una jaula, y otras veces un pájaro. Un día pensé en ir
hasta Unquillo y buscarlo a Carlos Alonso y contarle. No me animé. Pero
necesitaba contar esta historia para dejar volar a Paloma, que ahora vive en la
memoria de los justos, de los buenos, de bellos. Nerio Tello / julio 2014
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